El Duelo

Se pasó la mano por el rostro y con la yema de los dedos ejerció presión sobre sus párpados, tratando de aliviar el escozor de sus irritados ojos. Levantó la vista y contempló la noche que entraba por la ventana. No sabía qué noche de qué día era aquella, pues había perdido también, junto con su paz, la noción del tiempo entre aquellos volúmenes. Se levantó de la gran silla de piel y caminó entumecido hasta la ventana. Abajo, en la plaza, los faroles seguían prendidos y la gente de la ciudad continuaba con una celebración que duraba varios días. Los adoquines de piedra estaban cubiertos de vino y cerveza, grupos borrachos iban de aquí para llá, tropezándose entre si, había música, cantos, risas y gritos.
No era una celebración típica; aquella había comenzado como un iracundo luto que los había arrastrado a una festividad violenta. El gobernador, que comenzaba a sentir el cansancio de una edad temida por los hombres, no podía más que sentir temor por todos ellos.

Se apartó de la ventana, abrumado por sus propios pensamientos, y regresó a la mesa donde el libro seguía abierto. Pasó los dedos por las viejas hojas y se dirigió a la puerta de su dependencia. Fuera, a ambos lados de la puerta, dos guardias con casco de bronce y alabarda vigilaban como estatuas que formasen parte de una decoración de guerra.

—A las mazmorras — ordenó con la voz cansada.

Ambos soldados se pusieron en marcha. Uno en cabeza, otro a sus espaldas, custodiaron su camino a través de las estancias y pasillos de piedra hasta salir del confort de la gran casa. Entraron en las dependencias de los guardias, traspasaron la primera muralla y llegaron hasta uno de los torreones que servía como entrada a las mazmorras subterráneas. Una vez dentro, el hombre tomó una de las antorchas y se volvió hacia sus centinelas.

—Id a descansar lo que queda de noche, que otros os releven hasta el amanecer. No quiero volver a ver vuestros cascos hasta pasado el mediodía.

Los dos soldados saludaron con absoluta marcialidad y obedecieron dejándole a solas en el túnel de roca que daba paso a los diferentes niveles de celdas. En aquel lugar oscuro y húmedo, bajo la muralla, iban a parar los peores criminales. Aunque algunos lograban su juicio y un verdugo, la mayoría de los que allí caían eran condenados a morir olvidados.
En los niveles más bajos se confinaban a los peores hombres, mientras que en los superiores se encerraban temporalmente a aquellos reos a los que les esperaba una muerte pública.
Descendió a solas varios niveles, recorrió un angosto pasillo y se detuvo frente a una de las puertas de grueso hierro, negra, sin ningún tipo de abertura o ventana. De su cinturón pendía la vaina de una espada ligera, a un lado, y un manojo de llaves de todos los tamaños, todas oscuras y viejas, donde tenía una romboidal que servía para abrir aquellas puertas. La escogió con el tacto de entre las demás, se acercó e hizo girar tres veces las dos cerraduras que fijaban la puerta a la hoja. Cuando logró abrirla, un hedor de humanidad emergió del interior como si hubiese tomado forma. Casi era capaz de masticar la peste que se le metía como dedos tibios por la boca y la nariz. Sin traspasar el umbral, el hombre iluminó el diminuto interior con la antorcha y arrojó luz sobre un cuerpo tendido en la fría piedra, con la espalda apoyada en la pared que le mantenía preso con grilletes y la cabeza tan caída que parecía tener el cuello roto. Sin embargo, en la soledad de aquel lugar umbrío era capaz de escuchar una leve y lastimera respiración irregular.

—Por qué no mueres —masculló el viejo gobernador sintiendo que la lengua le temblaba de rabia—. Por qué persiste todavía lo poco que le queda a ese cuerpo miserable.

Su voz era como un insulto proferido con la mayor repulsión que podía sintetizar verbalmente. Pero mayor era la ira, que le obligaba hablar pausadamente para no atragantarse con sus propias palabras. Al oírle, el reo comenzó a reír débilmente y de inmediato un ataque de tos seca le sacudió el cuerpo. A penas tenía fuerzas para separar la barbilla del pecho.

—Qué hacéis aquí, viejo. ¿Habéis venido a compartir mi almuerzo? —preguntó agotado antes de que su saliva convertida en arena se agarrase de nuevo a su garganta y le hiciera toser con mayor violencia.
Estiró las piernas y un intenso olor a putrefacción se esparció por el aire, haciendo que el gobernador arrugase la nariz y retirase hacia atrás la cabeza, mas no se movió de su posición.

—Mi pueblo desea veros morir de muchas formas diferentes. Algunos quieren llevar vuestra cabeza en peregrinaje a través del continente. Una parte que se contentaría con veros caer por el acantilado que divide en dos la ciudad. Hay una preocupante mayoría que desea que se os entregue a la muchedumbre para que esta pueda despedazaros con sus propias manos. Tenía la esperanza de entregarles un cadáver, pero ahí estáis. Respirando. Temía la ira de mi gente, pero ahora que os veo bien y puedo oler de qué está hecha vuestra negra alma, desearía ceder a tales instintos y sacaros los ojos de las cuencas yo mismo.

El cabello lacio, largo y sucio del reo ocultó un gesto, no de burla, si no de desagrado, mientras levantaba un poco la cabeza y volvía a balancearla.

—He leído sobre vosotros —prosiguió el anciano con su voz cansada—. Oponéis la resistencia del magma abriéndose camino. Un espíritu de invencibilidad que no proviene de este mundo, ni de ninguno conocido. Algo tan cruel, de negras raíces tan profundas, no merece más que desaparecer. Me lo habéis quitado todo —su tono cambió y el prisionero sintió como de él se apoderaban sentimientos tormentosos —. Me habéis privado de mis herederos. No me habéis dejado nada.

—Todos cuantos he matado por interponerse en mi camino eran hijos de alguien —murmuró tratando sin éxito alzar la vista para mirarle. La puerta abierta era una suerte de ventana al exterior que renovaba el viciado y pesado aire que retenía en los pulmones. Su sentido se recuperaba poco a poco —. Por qué todos ellos, hijos de nobles o labriegos, son instruidos con espadas para honrar la virtud de sus padres, pero no se les enseña a saber en qué momentos una retirada es mayor que una victoria. Vos, que habéis leído, y pese a que sois viejo y el dolor os nubla el raciocinio ahora, sólo habéis aceptado poneros ante mi estando encadenado.

El gobernador sintió una punzada de desprecio retorciéndole las entrañas, pero en su corazón había dudas. Pese a que notaba la voz de sus dioses susurrándole, la actitud que reclamaban de él le resultaba impropia. Pero qué grande era la necesidad.
Sin soltar la antorcha, y notando sus ancianos ojos empañados por la rabia y el dolor, llevó la otra mano a la empuñadura de la pequeña espada para desenvainarla lentamente, midiendo con cada gesto la naturaleza de sus pensamientos y de lo que en verdad deseaba hacer. A penas alargó un poco el brazo, fue capaz de tocar con la punta del filo el mentón del condenado y hacer le levantase la cabeza. Y no vio más que negrura y locura en los ojos que se cruzaron con los suyos.

—Debería hundirla tan despacio como para haceros suplicar, que notéis como se os pudre el cuerpo antes de que lleguéis al último sótano del infierno que os aguarda.

Pero el reo sólo tenía pensamientos para la puerta abierta y el deseo de que continuase así un poco más.

—Mi cuerpo lleva mucho tiempo pudriéndose —aseguró mientras el frío acero le acariciaba la nuez —. Quienes matamos, a menudo tomamos a los hombres equivocados, hijos de los hombres equivocados. No os engañéis, viejo, caí al infierno hace mucho. Tan sólo este cuerpo me separa de emprender el largo camino del escarmiento.

El hombre apretó los dientes y el filo contra la piel al mismo tiempo. Un hilo de sangre negra comenzó a recorrer la garganta hasta las maltrechas ropas del prisionero. Este, en cambio, a penas se inmutó. El dolor punzante era casi placentero, como si hiciera revivir su nervio tras lo que le había parecido una eternidad encerrado.

—Lo haría si ahí arriba no hubiese una muchedumbre enloquecida deseosa de ver cómo os despedazan. Pero quizás debería olvidarme de todo eso y hacerlo yo mismo, nada me complacería más y cuanto más lo pienso menos problemas encuentro. Podría... Podría y me tientas con ese desdén sin medida.

— Sois un hombre lleno de supersticiones —sentenció el prisionero.

—Al contrario que vos, pago diariamente mis faltas —aclaró —, y tu muerte no representa un remordimiento para mi. Hay dioses conmigo ahora que me apremian a vengar las almas de mis hijos.

El reo levantó la cabeza. No sentía tales presencias, pero a él no le acompañaba dios alguno, tan sólo una sombra deseosa de tragarse al fin su alma. Le miró y no vio más que un anciano en su invierno, cansado y con dolor. No alcanzaba a entender aquel sentimiento, pero sí sabía que no merecía el infierno al que parecía observar sin temor alguno.

La punta se hundió en su carne y no pudo evitar retorcerse un poco, ahogando un gruñido. Su cuello se endureció, impidiendo que siguiese avanzando. El mentón del anciano tembló y con él la mano que sostenía la espada. El causante de sus pesadilla tomó aire lentamente y habló.

—Quizás si debería pedir clemencia. Ahora, que mi vida languidece tan penosamente entre estas paredes y vuestra afilada hoja —balbuceó con debilidad y los ojos del gobernador brillaron —, pero mi carne será igualmente atravesada y no hay piedad en este mundo que escuche a mi corazón. No hay piedad aquí, ni más allá de esta noche de lobos hambrientos. No tendré consuelo jamás. Se abrirá el cielo y caerá en el fin de los días y sólo entonces mi eterna batalla llegará a su fin. Ahora o mañana, cuando la sangre deje de recorrer mis venas y vuestro filo brille al otro lado de mi cuerpo, me esperarán al otro lado las ascuas en los ojos de todos aquellos que ajusticié a la ligera. Cabalgarán sobre mis huesos hasta astillarlos tantas veces como persigan las lunas a los soles. Mas recuerda —alzó la vista y clavó los ojos en los del anciano, tan ansioso de darle muerte como de escuchar razones por las que no hacerlo—Mi mente está igual de afilada. Esta noche, cuando hayas caído sobre tu cama, agotado, tristemente embriagado por un triunfo menos que mediano, mi recuerdo se presentará en tus sueños desde el pestilente submundo. Te atormentará cada vez que pliegues los párpados con visiones de lanzas atravesándome la garganta, a los perros errantes comiéndose mi carne mientras agonizo, noche tras noche, por un sólo instante de sosiego en una eternidad de calamidad. Mátame ahora, cumple con tu deber moral, acalla esas voces y recuerda después, que antes los jueces del más allá, mis pavorosos crímenes de guerra y este acto que vas a cometer no se distinguirán de origen, y serás tan despreciable asesino como yo.

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