Veneno
El intenso hedor se solidificaba en el
aire, en los muros y en cada roca de la caverna. Al doblar el angosto
codo, la cueva se abría como un embudo y se extendía al frente en
pendiente, hacia la oscuridad. Cuando llegó a aquella zona y tomó
una bocanada de aire, sus dedos se abrieron y la antorcha cayó al
suelo. Después lo hizo él, sobre las rodillas, se llevó una mano a
la boca y comprobó que aquella pestilente atmósfera era
irrefrenable. Le quemaba la nariz, la garganta y los pulmones como
nunca un fuego hubiera podido hacer. Aquel no era fuego conocido, ni
de llamas ni brasas.
En cuanto la caverna se estremeció con
un primer temblor, sus músculos se entumecieron, y de él se
apoderaron el dolor y el terror. Una corriente trajo el sonido de un
aleteo errático, y supo que el dolor y la pestilencia tenían forma
de una bestia que había percibido su presencia.
Recogió la antorcha, se puso en pie y
llevó la mano libre hasta la empuñadura de su espada. Un nuevo
temblor, más violento, anunció que la bestia se aproximaba. Escupía
rugidos que parecían salir del mismísimo estómago del infierno. A
pesar de que sus rodillas crujían y de que sus tripas se retorcían
cada vez que respiraba, esperó paciente el momento en el que el animal
emergiera de sus sombras.
La criatura apareció, pero el hombre
no la vio de inmediato. Al principio creyó ver su sombra, pero
después distinguió una cabeza escamosa que se fundía con la roca, tal y como si estuviese echa de infinidad de minúsculos espejos. La luz de la antorcha
reveló una segunda cabeza, dos musculosos cuellos unidos a un
gigantesco cuerpo reptante y, al fin, las dos alas membranosas que
extendía aquella pestilente esencia hasta cada recoveco de la cueva.
Aquel era el único efecto que conseguían sus alas
membranosas, pues hacía mucho habían dejado de servir para hacer
que la bestia volase. Ahora era una criatura del subsuelo.
Una bocanada de aire entró en sus
pulmones y volvió a saborear el vómito que le sobrevenía. Una
cabeza osciló en busca de la procedencia de aquel chasquido. La otra
permaneció casi inmóvil, olfateando el aire.
Aunque cientos de terribles
pensamientos le habían cruzado la mente desde que puso un pie en
aquel lugar, un leve sentimiento de esperanza hizo que sus piernas le
sostuviesen de nuevo. Los dedos se aferraron a la empuñadura con
firmeza y apretó los dientes. La bestia continuó avanzando y una
cola cubierta de púas largas como un niño pequeño golpeó el
suelo. Las dos cabezas parecieron hablarse, gruñeron y expidieron de
entre sus fauces una sustancia viscosa y brillante como el magma,
pero de un intenso color verde. Esta se esparció rápidamente por el
suelo, la bestia caminó sobre ella y finos hilos de un vapor se elevaron como los restos de
una hoguera recién extinguida. El hombre siguió los pasos de la bestia, girando a su alrededor, mientras desenvainaba lentamente su arma. Para comprobar que sus ideas eran ciertas, arrojó la antorcha lejos de él y, cuando esta se estampó contra el suelo, las dos bocas lanzaron rápidas dentelladas en la dirección de la que provenía el sonido antes de dirigirse hacia él. El hombre blandió la espada con ambas manos y se dispuso a entablar batalla.
Siempre había creído que los dioses habían rechazado estar a su lado. O, si habían estado ahí, había
sido de una forma cruel y despiadada. Si lo pensaba bien, sabía que
no merecía más, pero habría preferido una indiferencia absoluta
que aquella atención depravada. Le habían puesto a prueba desde el
día de su nacimiento, y a prueba seguiría incluso después de
muerto. En aquel lugar, alejado de todo, habían decidido poner al límite su condición humana, una vez más; esta vez le permitían
soñar con la posibilidad de concebir una mínima oportunidad de
éxito contra un dragón ciego.
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