Bautismo de Sangre

La vieja arpía había escogido una gruta rocosa y desnuda en lo alto de un risco. En ella no entraba la mortecina luz de la tarde invernal, ni el viento que se arremolinaba sobre la ladera, ni canto de aves ni olor alguno. Tan sólo se oía un goteo incesante del agua filtrándose a través de la roca. En aquella cueva, la mujer iba de un lado a otro bailoteando entre las decenas de cirios prendidos que iluminaban la húmeda grieta.
Todo debía estar listo para la llegada de la primera ofrenda. Los cirios ardían, su dios rondaba cerca, atento, y el profundo pozo excavado en el suelo rocoso ya estaba lleno de sangre. Aquel era un día especial no solo para los guerreros que pronto se consagrarían, si no también para ella. Una vez al año se le permitía estar sola, y aprovechó aquel momento para reír, cantar, orar a deidades insidiosas y proferir juramentos que sólo las aguas que la envolvían podían entender.

Se relamió pensando en cada hombre que entraría en aquella cueva para bañarse en su pozo, bailoteó al rededor, se arrodilló en el borde, observó su reflejo cambiante en la superficie roja y dejó escapar una risotada histérica. Mucho tiempo atrás, aquel rostro arrugado y deformado había sido uno de los más bellos. La vieja fue una hermosísima y traicionera criatura habitante de lagos y ríos. Sus pies nunca salían de las aguas dulces que brotaban de la tierra, y su apariencia salvaje y cambiante había arrastrado a innumerables hombres bajo el agua para despedazarlos y devorarlos.
Sólo hubo uno capaz de ignorar aquellos encantos y arrancarla fuera del agua. Su amo la había hecho enloquecer por completo condenándola a una servidumbre que duraba ya varios siglos. En aquella cueva, la ninfa había dejado de ser hermosa y joven, pero no había perdido el apetito.

Balbuceaba y brincaba entre los cirios haciendo que las llamas temblasen al mismo tiempo que olía al primer visitante. Olfateó el aire y notó los músculos en tensión, el sudor y el esfuerzo de trepar la escarpada roca. Se puso en pie y se retorció los huesudos dedos, ansiosa. El guerrero apareció a la luz desnudo, descalzo y cubierto de arañazos, con las manos y los pies descarnados pero sin signo alguno de agotamiento o dolor.

— A partir de esta noche, todo cambiará para ti, querido — siseó con un encanto perdido mientras caminaba hacia él orgullosa, oscilante, pero muy lejos de conseguir el mismo resultado que hacía mucho tiempo —. Mi dios será el tuyo — continuó señalando con una mano el pozo—. Desea concederte sus dones a través de su sangre. Entra y renace, mi amor.

El guerrero estaba preparado. El duro adiestramiento les conducía hasta aquel glorioso día. Si la ofrenda era digna, jamás volverían a sentir el peso de la mortalidad, ni el dolor. Su dios soportaría sus corruptas almas a partir de aquel momento, se alimentaría de todas y cada una de las debilidades humanas y, a cambio, brindaría el ansia por la sangre, el único apetito que se les permitiría desde aquella noche.
Dio un paso al frente y caminó hasta el borde del pozo, observó un instante la sangre que se mantenía tibia y se dispuso a meterse dentro sin asomo de duda.

— Este es el ungimiento que te hará renacer —susurró la vieja al mismo tiempo que se arrodillaba en el borde y alargaba una mano sobre la cabeza del guerrero —. Volverás como un ser nuevo, más completo y perfecto —a medida que hablaba, su voz se tornaba extraña hasta que dejó de ser su voz —. Cuando tu cabeza esté debajo abrirás los ojos y me verás. O no saldrás jamás.

Para cuando su dios habló a través de ella, el guerrero ya se había sumergido por completo en el pozo de sangre. Durante a penas un instante, la cueva quedó en completa quietud. Incluso el agua había dejado de gotear, y una oración susurrante comenzó a apoderarse de las paredes de roca. Bajo la superficie, el guerrero todavía contenía la respiración. La sangre le tupió los oídos y la nariz. Aún tenía los ojos fuertemente cerrados cuando el cántico comenzó a llenarle por dentro. La vieja detuvo su oración nada más sentir que el guerrero abría los párpados. Apartó la mano de la superficie y contempló con deleite cómo el siniestro dios recibía con violencia a su nuevo adepto. La sangre hirvió de forma espontánea, un eco gutural hizo que la cueva se estremeciera y el guerrero comenzó a luchar por salir sin éxito.

— El último dolor que sentirás, mi pequeño hombrecillo — gruñó ella entre dientes con la sonrisa crispada, viendo como le resultaba imposible volver a atravesar la superficie roja.

La cueva volvió a quedar en calma, la vieja se levantó para prender de nuevo algunos de los cirios y recorrió con calma la gruta a la espera de que el ritual terminase con éxito. Poco a poco, el hombre emergió del pozo. Un momento antes había sido víctima de todos y cada uno de los asesinatos que había cometido, y todos aquellos que le quedaban por cometer. El más vívido infierno se le había presentado bajo aquella roca. Cuando abrió los ojos, se vio a si mismo como una víctima. Cuando quiso gritar, sus pulmones se llenaron de sangre y la deidad que le observaba se apoderó de él embriagándose con el terror que le producía.
Todo aquello no había sido más que un instante efímero, y ahora no quedaba rastro de la pesadilla en su piel. Se puso en pie despacio como quien despierta de un sueño apacible. Ahora era calma. La vieja podía ver en él los dones con los que su dios habría premiado el sacrificio.

Toda vida anterior había sido suprimida. Su carne estaba intacta, más sólida que nunca. Todas aquellas pasiones humanas, sus inevitables dudas, el dolor de todo tipo, los recuerdos, habían sido sustituidos por una placentera indiferencia por todo lo humano y carnal. Su cuerpo había dejado de ser un recipiente frágil para convertirse en una poderosa herramienta de guerra. Ahora sí se sentía digno de su capitán, y el ansia por glorificarle con la sangre de sus enemigos crecía como un amor que no conoce límites.

— Ahora le perteneces, viaja dentro de ti —la vieja caminó hasta él de forma sinuosa y apoyó la yema de los dedos sobre su pecho. La carne hervía y ya nunca dejaría de hacerlo —. El capitán tiene un nuevo hijo. Ve a presentarte.

El hombre ya no era un hombre, era un diablo infame. La bruja observó su rostro con profunda satisfacción. Sus ojos habían sido teñidos por completo de rojo y así permanecerían hasta el día que fuesen cerrados de forma definitiva. A partir de entonces vería el mundo tal y como su dios quería que lo viese; siempre cubierto de sangre.

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