Cazadores

El camino que cruzaba la arboleda de los viejos olivos serpenteaba arenoso bajo los brillantes soles de la mañana. Era una ruta alternativa al camino principal de la aldea, que ofrecía un ondulante rodeo hasta una posta. La razón para un lugar tan escondido eran sus habituales visitantes y huéspedes; lo peor que podía dar cada región de sí misma.

— Es temprano, no creo que el viejo Hung se haya levantado de la cama —se oyó decir a una voz ronca detrás de uno de los codos del camino.

— Ha debido de hacerlo, si quiere limpiar de vino y sillas rotas el estropicio de todas las noches a tiempo—se oyó a otra en tono burlón —. ¿No lo sabes? Hung no duerme nunca, se echa cabezadas de vez en cuando de pie, apoyado en la viga que le aguanta la cocina. Entre estofado y estofado.

Los dos hombres, una pareja harapienta de rufianes, se dirigían como cada semana a la posta de Hung a recobrar las fuerzas por medio de bebida y todas las clases de carne que el viejo podía ofrecerles. Quienes llevaban años permitiendo al negocio mantenerse en pie, se habían vuelto exigentes con el tiempo, además de muy habituales.

— ¡Alto! —ordenó el de la tez más oscura bajando el tono de voz y alzando una mano.

Su compañero obedeció y miró en la misma dirección; una amplia sonrisa convirtió su rostro en una mueca al comprobar de qué se trataba.

Sobre una roca grande a un lado del camino había algunas prendas de abrigo. Quien fuera que se hubiese parado a descansar, había dejado también una bolsa de viaje y un cayado muy gastado. Los restos de una pequeña fogata todavía humeaban.

— Una mujer — siseó el de piel más clara tomando una de las prendas para inspeccionarla. Reconoció de inmediato una fragancia femenina.

— Aquí hay un arroyo— las palabras de uno alimentaban la percepción del otro. No tardaron en encontrar algunos artilugios más personales y una pequeña bota de cuero vacía.

— Voy a conocerla yo primero. Espérame aquí.

El moreno salió del camino de un salto y se dirigió hacia donde un pequeño arroyo murmuraba alimentando la tierra, un poco más allá, escondido entre los grupos de árboles. El otro estaba demasiado interesado en recuperar fragancias de las ropas abandonadas con su nariz torcida por los golpes.

— Clavo y flores —murmuró frotando el mentón contra la tela — y sudor. ¿Has ido a lavarte?

Una risita. De inmediato se arrepintió de no haber sido él el que fuera a buscarla. Desde luego, un poco de pan duro no daba ni para empezar, y aquella mañana prometía ser generosa con ellos.
De pronto, un ruido, un rumor de hojas y ramas. El blanco de piel cetrina giró sobre sus talones y observó a su alrededor.

— ¿Estás ahí, mujer? — preguntó con la voz cantarina, y las ramas de un grueso olivo se agitaron. Su sonrisa creció —. ¿Has preferido conocerme a mi primer? Mi amigo es un bruto ignorante, no sabría tratarte con delicadeza — y arrojó la prenda sobre el suelo y tomó el cayado abandonado.

Se acercó al tronco ancho y retorcido del viejo olivo y miró hacia arriba.

— Deja de esconderte y baja, se que estás ahí — y sujetando el palo con ambas manos apretó con los dedos la madera y trató de retorcerla.

Un crujido y algo asomó. Al rufián no le dio tiempo de reaccionar cuando algo voluminoso se desplomó sobre él tirándolo al suelo. Gruñó y trató de levantarse, pero dos manos le sujetaban con firmeza por debajo de los hombros, y cuando las miradas se cruzaron, su rostro se desencajó de desconcierto.
Tenía sobre él a un hombre desnudo, con la piel cubierta de marcas e infinidad de cicatrices, el cabello largo, enmarañado, del color de la ceniza y unos ojos tan claros que a penas si tenía pupila.
Forcejeó, pero oponer resistencia sólo incrementaba la fuerza de la presa. Maldijo en todos los idiomas que conocía y, cuando quiso gritar para pedir ayuda, el ser que los había estado espiando lanzó una dentellada a su garganta.

Ahogó el grito entre sus dientes, los hundió cruelmente en su carne y cerrando la mandíbula con fuerza dio un tirón, gruñó de placer y se irguió como una fiera salvaje. La tierra se empapó enseguida y el hombre murió entre espasmos y un horrible gorgoteo. Pero todavía quedaba uno.

El hombre desnudo, más que hombre una bestia sin habla, se levantó y rodeó el cuerpo dando saltitos para tomarlo de un brazo y arrastrarlo entre los árboles en la dirección que había tomado el otro. Cuando llegó al arroyo, su compañero volvía de río después de una búsqueda infructuosa.
Creía que era su compañero quien salía a su encuentro, pero al alzar la vista le vio despedazado en el suelo y a una criatura flaca en cueros de pie a su lado. De huesos deformados y extremidades largas, con la boca roja y la sangre chorreándole por la garganta y empapándole el pecho. La criatura sonrió y enseñó los dientes rojos. Emitió un sonido agudo, temblando de satisfacción al comprobar que este era incluso más carnoso y de mejor aspecto.

El moreno contempló rápidamente las posibilidades mientras desenvainaba uno de los cuchillos de su cinturón. Entendió que alguien tan escuálido sólo podía haber cogido por sorpresa a su amigo, y eso no le ocurriría a él.

— Bestia inmunda —el hombre escupió a sus pies al ver la horrible herida que había dado muerte al otro —. Hombre que come a hombres, estás condenado, maldito.

La criatura no le contestó más que con aquella sonrisa ansiosa y, a verla encorvada, débil, el rufián fue imprudente y se arrojó a por ella. Tan sólo necesitó brincar a un lado y rodar para esquivar un golpe demasiado lento y torpe. El hombre tropezó y cayó de bruces sobre el cuerpo de su amigo. Su garganta desgarrada fue lo último que vio antes de que una mano flaca, de dedos largos y uñas como garras cubriese su rostros y le desgarrase la carne dejándolo ciego de forma terrible. Dejó caer el cuchillo y aullando se llevó las manos a la cara. De nuevo, el medio hombre, medio bestia, atacó al cuello. Al ver que un mordisco no era suficiente, arañó y arrancó tiras de carne con sus manos hasta que dejó de emitir sonido, de respirar y de moverse.

Los dos soles se habían ido desplazando con calma a través del firmamento sin nubes, y la criatura escuálida resultó tener un hambre voraz. Comió tan ansiosamente como pudo sin atragantarse, arrancó brazos, dedos, pies, masticó la carne cruda y sólo dejó huesos y ropa. Abandonó los huesos al pie de un árbol, cerca del arroyo. No le importaba compartir las sobras con las alimañas de los alrededores que asomarían en el lugar al caer la tarde.

Con el estómago lleno, complacido y satisfecho, inspeccionó las ropas de los dos muertos. Las encontró demasiado viejas y raídas como para poder hacer nada con ellas y las arrojó al río. Inspeccionó sus bolsas y encontró monedas, algunas cosas de mediano valor. Enterró entonces todos los cuchillos y armas que encontró, y se llevó los saquitos de cuero tintineantes a la roca donde la hoguera apagada ya se había enfriado.
Bailoteó al rededor de la roca. Añadió el botín a la pila de objetos abandonados y se dispuso a encender una nueva hoguera. Incluso él era capaz de reconocer un día de suerte.

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