La dote

«La primera vez que ocurrió, fue también el momento en el que tuve la certeza de que nunca podría protegerla. Y fue aún peor el miedo que llegó después, aflorando con más intensidad cada vez que aquella bestia volvía a mi memoria. Se convirtió en mi propia pesadilla... ¿sabe?»

La anfitriona de aquella reunión nocturna se había mostrado rígida e intransigente durante horas. A medida que la velada avanzaba y las jarras de té humeante se enfriaban,el duro trabajo de asedio de un comerciante resabido comenzó a dar sus frutos.

La mujer, gris y recta, típica del oeste, pertenecía a un mundo muy diferente al de su invitado. En su esfuerzo por mantener tanto las formas a flor de piel como los defectos escondidos, debía terminar con todo aquello tarde o temprano. El mercader hacía tintinear sus joyas cada vez que se asombraba y maravillaba por lo que la anodina mujer tenía que decirle. No paró de mirarla embelesado como si fuera ella el objeto de deseo por el que había cruzado un continente. Era el encanto de los hombres del este, un encanto seductor del que supieron hacer un medio rentable de vida. El respeto por un cliente tenía que ir más allá de lo que se deseaba de él. De ese modo conseguía que fuera accediendo suavemente a un punto intermedio de entendimiento. Una posición aún ventajosa para el comerciante, pero que hiciera creer al contrincante que había tenido la última palabra.

El hombre envuelto en sedas y plata había soportado una charla casi continua basada en espectros y sombras de una pesadilla. La mujer nombró en varias ocasiones algunos nombres piadosos, a personas que desde tiempos de sus antepasados habían envidiado a su familia, y una larga lista de leyendas del folclore más antiguo que, por supuesto, el hombre no conocía.

La escuchaba embelesado con una imborrable sonrisa amabale. Bebía a pequeños sorbos un té caliente mezclado con licor de la tierra y escuchaba sin jamás pronunciar un ''no'' a las preguntas que pudiera formularle.
Si ella era una mujer mundana de aldea aislada, él pertenecía al mundo repleto del ruido de los vivos. En aquel hogar desgastado, sus moradores sólo necesitaban preocuparse de frenar a las fieras que pudiesen bajar de la montaña. En palacio, a muchas millas de allí, el eficaz comerciante había tenido que frenar a fieras escondidas en quienes podían compartir su misma cama.
Cerca de finalizar aquella audiencia privada, se le antojó una mujer muy común; ignorante y casi con seguridad inculta sobre muchos aspectos. Él, oculto tras una pantalla de colores vivos y joyas, estaba listo para obrar con maldades insospechadas.

Sin embargo, a pesar de lo que se decía sobre los exquisitos gustos de estos hombres del este, Lietther se había mostrado plenamente cómodo y satisfecho desde el primer momento que cruzó el umbral de aquella puerta. Como si cada plato de madera o tablón en el suelo fuese una completa novedad para él en tan apartado lugar.
La mujer bajó el rostro un instante, se retorció los dedos sobre el regazo y volvió a levantar el mentón con cierto orgullo.

— ¿Y vuestro esposo? —preguntó él, tratando de livianizar aquel tema —.

— Abandonó este mundo hace dos lunas —contestó al momento, acostumbrada a dar la noticia recientemente —.

— Nunca lamenté tanto mi torpeza, señora. Entonces yo estaba aún de camino y nadie nos advirtió. Tampoco reparé en su vestimenta de luto. Mis humildes disculpas —dijo llevándose una mano al pecho, balanceando el cuerpo en señal de gentileza.

La mujer hizo un gesto para restarle importancia.

— Es otro de los motivos por los que lo hago —llevó las manos sobre la mesa y cruzó los dedos antes de dejar escapar una mirada hacia atrás, donde una escalera conducía al piso de arriba —. En vida él y yo hicimos un trato. Ahora yo me veo incapaz de hacer nada de esto sola—.

Se puso en pie de un brinco. Sin decir nada más tomó las dos jarras frías y las llevó hasta el mesado junto al cual una olla hervía lentamente. El hombre la siguió con la vista sin parpadear, saboreando cada gesto usando la astucia.

— En el día de su nacimiento —comenzó a relatar la mujer mientras se encontraba de espaldas — toda la aldea se enamoró de ella. Fue la primera niña en nacer en más de veinte años. ¿Hay quién se lo crea? Todos la amamos desde ese día. Una hermosa niña sana nos trajo felicidad — se volvió con las dos jarras; el recuerdo le había dibujado una sonrisa de nostalgia al mirar tan lejos en su memoria —.

Más allá del vapor, veía imágenes de aquellos días.
Pero el velo se disolvió en el aire cuando el hombre tomó la jarra y sirvió a ambos. La mujer volvió a tomar asiento.
El mercader calculó que era el momento adecuado de volver a narrar el día que en la aldea prendió en llamas el templo. Pero perdió la apuesta cuando ella no hizo una mención directa al incendio. Todavía recordaba los detalles primordiales para ella: todos los niños del pueblo, desde el más pequeño de seis lunas hasta los jovencitos cerca de la veintena, murieron calcinados dentro del templo a apenas un par de días del nacimiento de su hija.

— Señora —dijo con suavidad escrutándola —. ¿Ocurrió algo? —harto de la complicidad irritante que la mujer mantenía con las supercherías, optó por algo más sencillo: preguntar el desencadenante de sus miedos —.
— La noche de la fatalidad yo estaba en casa —declaró con cierto nerviosismo —. Con mi hija. Y tuve que llevarla, mi buen señor, esa misma madrugada bajo la mirada de las sacerdotisas de la cañada. Tan lejos fue mi desesperación.

«Mi marido regresó mucho más tarde de lo que solía, y lo hizo cubierto de hollín negro. Me despertó al sentarse nuestra cama y cuando hice que se volviera me miró pidiendo ayuda.
Reunió todas sus fuerzas y me dijo en pocas palabras lo que acababa de pasar.
El tempo ardió entero. Todos los niños estaban dentro y ahora están muertos. En ese momento nuestra hija comenzó a llorar a gritos, pero creo que tardé un largo momento en oírla»

Cansada quizás de haber revivido aquella experiencia multitud de veces, la mujer suspiró agotada por la existencia.

— Los dos corrimos hacia su cámara. Y no llegamos a cruzar la puerta, ¿sabe? La hacía llorar una sombra que estaba a su lado. Una figura de hombre largo y alto, y chepudo. Un momento antes había visto la ventana a través de su cuerpo, y entonces era una sombra negra que se extendía por todas partes. Tenía garras en las manos, y las piernas dobladas como las de una gallina también terminaban en garras. Y parecían raíces que se hundían dentro de la piedra que levanta la casa —la mujer, absorta en su vívido recuerdo, se abrazó a sí misma al sentir un estremecimiento —. Esa... cosa, esa abominación agarró la cuna de mi bebé y comenzó a mecerla de forma tan brusca que la pobrecita iba rebotando de un lado a otro. Iba a caerse de un momento a otro, pero cuanto más mirábamos, más paralizados nos sentíamos y con mas fuerza el ser la mecía y ella lloraba —.

Cerrando los ojos de golpe aquella imagen desapareció, y fue sustituída por un momento estival de su hija correteando en el pequeño jardín trasero con muy pocos años.

El mercader alabó su buen hacer por la valentía.

— Que me oigan los dioses pedir para vos, señora, una paz temprana y larga. No puedo ni expresar lo que me hace sentir relatos de tanto dolor.

Ella se sintió reconfortada y lo demostró con una sonrisa ya casi olvidada, de antaño, de cuando aún era joven.

— Confío en que estará a salvo, sana y feliz —dijo al fin con los ojos cubiertos de una fina película translúcida

El mercader alzó una mano para detenerla y la miró con solemnidad.

— Eso no es una garantía, es un juramento, mi buena señora —se tomó más tiempo del que disponía para consolar a la exhausta viuda—. Puedo juraros que jamás le faltará de nada. Si alguna vez habéis soñado una vida ideal para ella, os garantizo el doble —en su interior, en cambio, ya había una ascua candente.

La niña de los sueños proféticos, se dijo a si mismo. La que jamás ha visto con sus ojos nada más allá de su jardín, y que sin embargo podía ver los horrores más inmundos de aquella vida y de la otra.
Por el simbólico precio de a penas un puñado de cabezas de ganado y semillas.

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