Las ruinas de Kattbalar

Dos siglos atrás, aquel había sido el castillo más imponente de las cenicientas tierras del sur. Construido sobre una colina próxima al mar, en la cima de un acantilado, su torre del homenaje podía verse desde varias leguas de distancia como la lanza de un soldado, siempre en pie, vigilando. La brisa salada había traído antaño a viajeros y mercaderes de todos los rincones del continente.

Las sedas, las especias, cualquier tipo de metal, joya o artesanía, se amontonaban en las calles cuando, con cada luna llena, el mercado se convertía en una ruidosa fiesta bañada por los soles durante el día y los faroles con la luz del verano por la noche.
Durante días, las caravanas iban llegando llenas de mercancías extranjeras y partiendo al hogar con otras muy distintas. Trovadores, bailarines y taberneros llenaban sus bolsas, y el gobernador se honraba a sí mismo y a su familia celebrando banquetes todas las noches para sus siervos, sus aldeanos y los visitantes.
Dos siglos después, la comida, las canciones y las luces se habían hundido en el mar sureño. El castillo había desaparecido. En su lugar quedaban unos cimientos de piedra agrietados y cubierto de lodo seco. Los muros eran serpientes de roca rota que parecían formar caminos. De la soberbia torre no quedaba más que un semicírculo derruido. En el centro se elvaba el esqueleto de una escaleras en espiral que habían desaparecido con las llamas.
Las ruinas se alzaban a duras penas sobre una colina carbonizada en la que no había vuelto a crecer una sola brizna de hierba. La tierra había muerto, incluso las pequeñas alimañas sin miembros parecían evitar aquel lugar.

Toda luz se había reducido a una pequeña hoguera de estiércol entre los cascotes. Los manjares dulces y ácidos eran ahora una simple sopa de pellejos secos cociéndose lentamente; las canciones, una vieja poesía que entonaba un anciano para calentarse y sobrevivir al otoño que moría.
Al menos, aquella noche, tenía compañía. Una viajera, con muchos menos años que él, llegó atraída por la tenue luz que prometía calor y tal vez una cena. Lo que la joven encontró al subir la colina, pese a no haber logrado cumplir ni de lejos sus expectativas, resultó reconfortante. 
Con los labios casi pegados y un hilo de voz inaudible, mientras el viento silbaba alrededor, el anciano volvió a recitar una parte:


Ya casi estoy, amada mía, como cada noche en mis sueños te prometía.
No habrá guerra que me impida buscarte, en esta vida, en la hora de la victoria, 
ahora que es un nuevo día.
Ese sol que brilla y busca tu ventana por encima de las colinas, es mi alma 
que te esperaba adormecida. Ya voy, amada, acude al balcón donde ayer mismo te quería.
Subiré alargando mi mano, y la victoria como regalo, brindaré ante ti con la mano tendida.


— ¿Qué canción es esa? —preguntó con voz aguda la muchacha de cara sucia y ojos enormes —. No parecen felices, aunque es la mejor canción que he escuchado últimamente.

El viejo torció la boca bajo su espeso y desaliñado bigote amarillento. Las arrugas de su rostro, como pliegues, caían de tal modo que sus ojos quedaban casi escondidos tras las cejas. Contestó primero con un gruñido cansado y atizó el fuego. Al hacerlo, las telas sucias y resecas que le vestían crujieron.

— Es un poema de después de la guerra —contestó con pausa—, de cuando las tropas de la sangre hicieron caer sus rocas negras sobre el castillo. El soldado de la canción vuelve mucho después, tras un largo viaje por las guerras de su señor. La mano de una de sus hijas le había sido prometida si volvía  exitoso. Era uno de esos jóvenes amores correspondidos vuestros. Pero cuando volvió no quedaba nada ni nadie. Todo había terminado aquí para la familia real. La tierra se quemó y fue regada con sal. A ellos, a esa familia, los asesinaron lejos de aquí. El enemigo evitó empapar estas tierras con su sangre para evitar que con el tiempo se alzaran en venganza.

A menudo el viejo terminaba sus frases arrastrando las últimas palabras. Sus palabras se volvían para sí mismo y la joven sospechó que pasaba mucho tiempo solo.

— Es una canción horrible —espetó con hastío—¿Qué ibas a decir? ¿Él fue a vengarla?

— No es una canción, es un cuento de miedo —puntualizó el hombre removiendo la sopa por el lado del palo con el que no había azuzado el fuego —. Aquí las canciones callaron después de todo aquello. Este es un lugar de ecos de muerte, y nadie volvió a contar nunca más una historia de otro tipo.

«Los poemas nacen de contar un verdad ocultándola. Y la verdad es que la chica murió de pena al saber que su prometido acudía al otro lado del mundo, a una guerra incierta. Él murió antes de que pudiera alzar la espada por primera vez. Nada más pisar el campo de batalla una flecha le atravesó el pecho. Dice la leyenda que murieron el mismo día. Incluso, que murieron al mismo tiempo, con el corazón roto.»

La joven frunció la frente y apretó los labios, abrazándose las rodillas.

— ¿Eso es cierto? —preguntó con los ojos muy abiertos. El viejo la miró desde detrás de sus cejas y vio como su expresión cambiaba. Como todos los jóvenes, pasó de la pena a la añoranza.

La charla quedó interrumpida. Un sonido de pasos de metal les indicó que ya no estarían solos por más tiempo. La muchacha enderezó la espalda y echó mano al cayado que la ayudaba a caminar, dispuesta a defenderles. El anciano, en cambio, siguió pendiente de su pobre guiso. 

Por la colina asomó primero una cabeza, una sombra recortada contra la noche, y poco a poco un cuerpo que se contoneaba torpemente. Los pasos sonaron con mayor intensidad y por la ladera del oeste apareció un hombre con el rostro enrojecido por el esfuerzo y cubierto de barro y sangre de pies a la cabeza, como si acabase de volver de una terrible batalla.
Fatigado, se obligó a seguir andando y se internó en las ruinas. Cruzó el maltrecho patio que antaño había estado cubierto de flores y arcos de piedra, pasó por delante de la pequeña hoguera ignorando a los dos viajeros y terminó cayendo de rodillas sobre lo que quedaba de la torre. Alzó los brazos al firmamento y, en lo que parecía un lamento, tan sólo el viento tuvo voz.

La muchacha, sosprendida de encontrar otra alma en aquel paraje desolado, lo observó sin parpadear, miró al anciano, y luego volvió la vista al extraño que continuaba clamando al cielo en sepulcral silencio.

— ¿Conoces a ese, anciano? —murmuró la muchacha bajando la voz, viendo como los brazos del hombre caían como un peso muerto y su cuerpo comenzaba a temblar por el llanto.

— Ella hace mucho que está muerta —le dijo el viejo apartando la cacerola del fuego —. Y él también.

-Alba

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