Ceniza merodeadora

El hedor de los charcos secos de meados, ratas podridas y suciedad acumulada durante años comenzó a mezclarse en el aire con el de la sangre. Allí abajo, con el cuerpo encajado entre el muro húmedo y la losa del catre, una parturienta febril recogió con las manos a su recién nacido escuálido y pálido, que no lloraba. Sus rodillas llegaron al charco que se formó bajo ella, estrechó a la criatura enmudecida y bendijo con un susurro que alguien hubiese oído sus plegarias.
Había orado, con fervor, a todo cuanto dios la pudiera oír desde el día que dio con sus huesos en el fondo de aquella mazmorra.

«Dádmelo fácil. No me permitáis emitir sonido alguno en este oscuro abismo alejado de vuestra gracia» había suplicado durante largos días.
El precio al silencio fue elevado. Mientras envolvía a la criatura con un trapo de su falda, se elevó desde un rostro de vida nueva, agradecida.

Sintiendo el latido sobre la palma de su mano apartó la mirada de su rostro diminuto. Sus dioses, que habían estado compartiendo la celda junto a ella, desaparecieron sin dejar rastro. Las primeras luces traídas por el nuevo día dejaron al descubierto un lugar húmedo, oscuro y duro. Un agujero dentro de una roca en lo alto de una torre.
Dejó con suavidad al hijo sobre una superficie seca. Llevó las manos a la pared y buscó una piedra que ya conocía, una losa suelta que retiró a tientas. La brisa se coló por el agujero para refrescar. Traía el olor del monte, de los humedales de las tierras de los ríos, de una madrugada todavía envuelta por las últimas deidades de la noche.
Tomó a la criatura y la llevó hasta la abertura, la deslizó por la superficie y lo empujó hasta donde los bloques de piedra aún ofrecían amparo. Tapió de nuevo el escondrijo mientras echaba un último vistazo.

En el exterior, las copas de los árboles más altos se agitaban repletos de pequeñas criaturas pequeñas saltando de una rama a otra. Eran uskahilds merodeadores, buscando de nuevo la luz de la aurora.
A ellos también les llegó un olor inusual, el rastro de sangre que apuntaba a lo alto de un muro.

Como pequeñas sombras, algunas se agruparon para ir a echar un vistazo. Primero algunas criaturas aseguraron que no había peligro a la vista, y luego otras tantas abrieron paso muro arriba hacia el foco del olor. Inspeccionaron aquel bulto blando y vivo con cautela, pero la curiosidad que les proporcionaba hizo que lo manosearan de inmediato. Al rededor del escondrijo se formó una multitud de curiosos, todos emitiendo sonidos silbantes y chasquidos. Tanto ruido al el recién nacido le perturbó el sueño. Fue entonces llevado de unas manos a otras mientras casi cada uno de ellos conoció al extraño. Como impulsadas por un pensamiento al unísimo, corrieron de vuelta hacia el suelo y saltaron a refugiarse en las copas, llevándose al bebé con ellos.
Bajo la protección de un número incontable de pares de ojos, la criatura humana a penas se movía; se mantenía tranquila, sin padecer el frío, sin emitir sonido. Los kobolds se refirieron a él desde entonces llamándole por el color de su piel, ceniza merodeadora.

Una trompa de gran tamaño emitió un sonido grave y prolongado sobre el valle. La pareja de carceleros habituales hacían la primera ronda por la espiral ascendente de celdas. Cada dos celdas encendían una antorcha de sebo colgada de la columna central. Fueron ascendiendo, ignorando cualquier ruido en interior de los pestilentes agujeros, hasta llegar a un espacio abierto un piso por debajo del interior del tejado. Mientras el que prendía las antorchas acercaba el fuego a la última, el otro sonrió, miró abajo y bajó unos peldaños.

— Eh —quiso llamar la atención de su compañero mientras descendía hasta la segunda celda—.

— No tienes tiempo —el otro le miró y gruñó haciéndole un gesto para seguir con el trabajo. Tomó un documento amarillento que encontró sobre un cajón de madera y lo agitó para que lo viera y se acercase—.

— Te olvidas de la pescadera preñada —dijo el primero entre dientes —. ¿Has pensado ya qué vamos a hacer? —.

— Perro imbécil —le respondió yendo hacia él. Guardándose los documentos —, ya te has olvidado de que tenemos que ir a limpiarle la mierda del culo al mariscal. ¿O intentas escabullirte otra vez para que me la trague yo? —.

Su compañero chasqueó la lengua y le ignoró, tratando de despertar a la prisionera. Sin obtener respuesta alguna ni signo de atención, acercaron luz a los barrotes mientras abrían la cerradura. Cuando por fin la luz llegó hasta la esquina del fondo, vieron el charco de sangre que se había formado que se había extendido hacia todas partes.
La mujer estaba metida entre las piedras, quieta y fría también.

— ¡Qué maldita! — exclamó el primero retrocediendo de un respingo—.

El otro se adelantó, alumbró con la antorcha y la agarró del cabello para levantarle el troso. Su expresión cambió como la de su amigo por una mueca de asco.

— Se ha desgarrado la garganta —su nariz se arrugó — con una piedra —dijo mientras su compañero salía de la celda y escupía sobre el suelo —. Después de parir y comerse a su hijo.



-Alba

Comentarios

Entradas populares