La Celda
Han pasado doce años y algunos meses. No lo sabe con exactitud, pues tardó un tiempo en darse cuenta; ellos vienen con cada luna. Hubo un tiempo en el que se preguntaba por qué, si se trataba de torturarle, no acudían a él en cada tercio, o cada día. No sabe si agradecer poder contar el tiempo; ahora ansía con un asfixiante anhelo poder olvidar lo que aquí ocurre.No ocurre nada, salvo la soledad que hace que sienta como la carne se le disuelve poco a poco para formar parte de las piedras.
Nunca lo han sacado de aquí, y añora los soles. Está alejado de todo, y nadie lo ha reclamado. Durante tanto tiempo ha visto tan de cerca el fín, tantas veces, que el perpetuo silencio le perturba. Ha quebrado su mente en todas las formas posibles, y el único contacto al que se ha visto obligado a reducirse, es el de la gente que trabajaba en el servicio. Cree que todos son mudos y sordos. Limpian su inmundicia y le dan de comer.
Lo que le queda es observar con atención sus quietos rostros, fijos en una tarea, en busca de humanidad. A veces logra captar un gesto, un músculo bajo las mejillas polvorientas.
Llevan tanto tiempo con él, que ya se han permitido perderse en sus propios pensamientos. Cuando capta una de esas señales, el pecho se le llena de un gozo cálido más revitalizante que un mendrugo en la panza.
Y allí llegan. La cerradura hace sus sonidos habituales, y resulta como un clavo hundiéndosele en el cráneo. Aquellos hombres entran en su mente, la pesada puerta se abre, y ellos emergen de una luz titilante, sin duda, bastante más prometedora que la suya. Sus rostros son como siempre. Como siempre desde que los conoce. Dos de ellos son recientes, llevan poco tiempo. Uno es veterano, le cae bien. Hay otro que ha envejecido con él. Es a quien más sufre, como una pesadilla reticente. Trae una banqueta consigo, la pone frente a él, se sienta, y sus ojos, su boca y su frente son los de una máscara. Es quien hace las preguntas, a veces improvisa alguna nueva, pero sólo hay una que importe.
Él agradece que no hable todavía, está apoyado de costado sobre uno de los muros, y parece que su frente a logrado una piedra cómoda, pues se queda adormilado. Tiene abrazadas sus piernas y casi parece sonreír.
Los cuatro hombres le miran, y se acercan a la estrecha grieta que deja pasar la luz y el aire del techo al suelo.
— ¿Por qué estás desnudo?
Abre los ojos. Es una oportunidad para hablar, quiere saber, quiere comunicar y quiere contacto humano. Pero sobre todo, quiere irse.
Necesita mover la lengua dentro de la boca antes de poder pronunciar una palabra. Intentar hablar le supone un esfuerzo, pero si consegue apartar la mente de la agonía y el cuerpo de las rocas, hablaría.
Sus ojos ruedan débilmente hasta una esquina de la diminuta celda. Su ropa había pasado a formar parte de las costras mucho más rápido que él. Sólo pensar en ella hace que le pique la piel. Sus labios al fín se separan, y logra emitir un leve gruñido. Debe hacer esto varias veces para intentar recobrar la voz del fondo de sus entrañas. La falta, o quizás la debilidad, hacen que respirar sea lo único que hace sin sentir molestia.
Logra decir algo:
— Está sucia.
Supone que el tono ha sido suficiente para alcanzar sus oídos. Ha estado bien. Habría querido poder decirle más, pero logró disfrutar con la simpleza de la compañía. Sólo aquello era suficiente para mecerle con suavidad.
— Cuéntanos qué hiciste, cuales fueron tus delitos. Eso te dará la libertad, o te dará muerte.
Su cuerpo se retuerce sobre el muro, como si aquellas palabras causasen sufrimiento. Se ayuda del muro para hacer rodar la cabeza y negar, mientras su rostro se arruga.
— No. No, ni una cosa, ni otra. Si no digo lo que queréis. No.
— Entonces cuéntanoslo.
Su cuerpo vuelve a encerrarse de costado. Es un paso atrás, el calor no era más que un espejismo.
— No se qué queréis.
— Cuéntanos qué hiciste.
Sus pulmones expulsan todo el aire y sus ojos se cierran. Siempre la misma pregunta. Él siempre da la misma respuesta.
— Nací al sur, más allá de los Campos Grises y las colinas de ceniza. Mi pueblo no tenía un nombre para los demás. Mi madre me dijo que nací en ese bosque.
Sus dedos se mueven un poco. El manto verde del suelo se extiende hasta convertirse en los árboles lejanos, frente a sus ojos.
«Había pasto. Había un río. No, había dos. Mi aldea emergía del bosque, y se sumergía en él, y los soles, al ocaso, siempre bailan a lo largo del año al rededor de una montaña de roca.
No es de roca. Está cubierta de plantas bajas y espinosas, cubiertas de tallos retorcidos y púas que parecen acero. La tarde resplandece cada día sobre nosotros.»
Regresa en sí mismo cuando nota que la presencia a su lado se retuerce en el asiento. Sus dedos no están tocando nada, allí no brilla nada. La luz dorada en su mente se aparta convirtiéndose en un punto lejano.
—Al rededor de los seis años, fui capturado. Me reclutaron por la fuerza junto con otros chicos, y nos llevaron. Dos carretas con niños tiradas por bueyes. Nuestras familias no dieron un paso, pero cada vez estaban más lejos. Murieron todos. Se nos informó de eso en cuanto llegamos a nuestro destino.
«La instrucción duró... mi niñez y mi juventud. Entré en la madurez, comencé a sentir qué es el tiempo, y la instrucción terminó. No hay nada de aquello que no fuera dolor, fuego, pieda y sangre. De muchas formas, con infinidad de matices, pero sólo eso. Los hombres se derrumban y dejan sus almas a la deriva ante esas condiciones. Uno a uno, cayeron. El fin de la instrucción supone que ya no eres un hombre, si un arma. Un arma con hambre, hambre de carne. En eso nos convertían. Y duraba lo que el General quisiera. Sus criaturas más perfectas llevaban con él casi desde el principio.
Pero yo no. Yo nunca sentí ese desprendimiento. Y juro por todos los dioses que deseé poder sentirlo, ser como ellos, pues sostener mi alma era mucho más doloroso y terrorífico. El miedo nunca me abandonó como a ellos. Aprendí a luchar, pero cuando el día de nuestra primera batalla llegó, nos arrojaron al infierno. A mi al rededor había una marea de ansia desmesurada, pero yo me cagué y me meé encima.
Una colina en cada extremo tenía a cada bando, y en el centro se unían en el valle donde se cocería toda nuestra sangre como en una sartén. Sentí los fuegos del infierno más lejano allí, pero no estaban tan lejos, si no justo bajo nuestros pies. No brillaba la luz aquel día, si no más bien un enrarecido aire que bajaba del cielo gris, más gris cada vez, más oscuro en oriente. Aquel cielo se reflejaba en nuestras armaduras y el acero negro nos hacía parecer líquido. Espeso, cruel, como tierra quemada.
Había tambores. No son tambores. No son... son... un paso, otro paso. Cada vez más cerca. Son monstruosos y gigantes y están a nuestra retaguardia, porque son nuestros aliados. No puedo abarcar un dedo del pie de uno de aquellos seres con mis brazos. Sus garrotes golpean, despedazan y arrojan por los aires hasta hacerlos desaparecer a treinta hombres de un golpe. Caminan sobre nosotros y a nadie parece importarle.
Vomité dentro del casco por el olor que desprendían. Me levanté la visera y sólo vi oscuridad hacia mis pies. Hacia delante, acero negro y, hacia arriba, a todos los dioses dándome la espalda. Comprendí en ese mismo momento por qué nos llamaban el ejército de las sombras; nos envolvían y dejaban una estela tras nosotros.»
Nunca lo han sacado de aquí, y añora los soles. Está alejado de todo, y nadie lo ha reclamado. Durante tanto tiempo ha visto tan de cerca el fín, tantas veces, que el perpetuo silencio le perturba. Ha quebrado su mente en todas las formas posibles, y el único contacto al que se ha visto obligado a reducirse, es el de la gente que trabajaba en el servicio. Cree que todos son mudos y sordos. Limpian su inmundicia y le dan de comer.
Lo que le queda es observar con atención sus quietos rostros, fijos en una tarea, en busca de humanidad. A veces logra captar un gesto, un músculo bajo las mejillas polvorientas.
Llevan tanto tiempo con él, que ya se han permitido perderse en sus propios pensamientos. Cuando capta una de esas señales, el pecho se le llena de un gozo cálido más revitalizante que un mendrugo en la panza.
Y allí llegan. La cerradura hace sus sonidos habituales, y resulta como un clavo hundiéndosele en el cráneo. Aquellos hombres entran en su mente, la pesada puerta se abre, y ellos emergen de una luz titilante, sin duda, bastante más prometedora que la suya. Sus rostros son como siempre. Como siempre desde que los conoce. Dos de ellos son recientes, llevan poco tiempo. Uno es veterano, le cae bien. Hay otro que ha envejecido con él. Es a quien más sufre, como una pesadilla reticente. Trae una banqueta consigo, la pone frente a él, se sienta, y sus ojos, su boca y su frente son los de una máscara. Es quien hace las preguntas, a veces improvisa alguna nueva, pero sólo hay una que importe.
Él agradece que no hable todavía, está apoyado de costado sobre uno de los muros, y parece que su frente a logrado una piedra cómoda, pues se queda adormilado. Tiene abrazadas sus piernas y casi parece sonreír.
Los cuatro hombres le miran, y se acercan a la estrecha grieta que deja pasar la luz y el aire del techo al suelo.
— ¿Por qué estás desnudo?
Abre los ojos. Es una oportunidad para hablar, quiere saber, quiere comunicar y quiere contacto humano. Pero sobre todo, quiere irse.
Necesita mover la lengua dentro de la boca antes de poder pronunciar una palabra. Intentar hablar le supone un esfuerzo, pero si consegue apartar la mente de la agonía y el cuerpo de las rocas, hablaría.
Sus ojos ruedan débilmente hasta una esquina de la diminuta celda. Su ropa había pasado a formar parte de las costras mucho más rápido que él. Sólo pensar en ella hace que le pique la piel. Sus labios al fín se separan, y logra emitir un leve gruñido. Debe hacer esto varias veces para intentar recobrar la voz del fondo de sus entrañas. La falta, o quizás la debilidad, hacen que respirar sea lo único que hace sin sentir molestia.
Logra decir algo:
— Está sucia.
Supone que el tono ha sido suficiente para alcanzar sus oídos. Ha estado bien. Habría querido poder decirle más, pero logró disfrutar con la simpleza de la compañía. Sólo aquello era suficiente para mecerle con suavidad.
— Cuéntanos qué hiciste, cuales fueron tus delitos. Eso te dará la libertad, o te dará muerte.
Su cuerpo se retuerce sobre el muro, como si aquellas palabras causasen sufrimiento. Se ayuda del muro para hacer rodar la cabeza y negar, mientras su rostro se arruga.
— No. No, ni una cosa, ni otra. Si no digo lo que queréis. No.
— Entonces cuéntanoslo.
Su cuerpo vuelve a encerrarse de costado. Es un paso atrás, el calor no era más que un espejismo.
— No se qué queréis.
— Cuéntanos qué hiciste.
Sus pulmones expulsan todo el aire y sus ojos se cierran. Siempre la misma pregunta. Él siempre da la misma respuesta.
— Nací al sur, más allá de los Campos Grises y las colinas de ceniza. Mi pueblo no tenía un nombre para los demás. Mi madre me dijo que nací en ese bosque.
Sus dedos se mueven un poco. El manto verde del suelo se extiende hasta convertirse en los árboles lejanos, frente a sus ojos.
«Había pasto. Había un río. No, había dos. Mi aldea emergía del bosque, y se sumergía en él, y los soles, al ocaso, siempre bailan a lo largo del año al rededor de una montaña de roca.
No es de roca. Está cubierta de plantas bajas y espinosas, cubiertas de tallos retorcidos y púas que parecen acero. La tarde resplandece cada día sobre nosotros.»
Regresa en sí mismo cuando nota que la presencia a su lado se retuerce en el asiento. Sus dedos no están tocando nada, allí no brilla nada. La luz dorada en su mente se aparta convirtiéndose en un punto lejano.
—Al rededor de los seis años, fui capturado. Me reclutaron por la fuerza junto con otros chicos, y nos llevaron. Dos carretas con niños tiradas por bueyes. Nuestras familias no dieron un paso, pero cada vez estaban más lejos. Murieron todos. Se nos informó de eso en cuanto llegamos a nuestro destino.
«La instrucción duró... mi niñez y mi juventud. Entré en la madurez, comencé a sentir qué es el tiempo, y la instrucción terminó. No hay nada de aquello que no fuera dolor, fuego, pieda y sangre. De muchas formas, con infinidad de matices, pero sólo eso. Los hombres se derrumban y dejan sus almas a la deriva ante esas condiciones. Uno a uno, cayeron. El fin de la instrucción supone que ya no eres un hombre, si un arma. Un arma con hambre, hambre de carne. En eso nos convertían. Y duraba lo que el General quisiera. Sus criaturas más perfectas llevaban con él casi desde el principio.
Pero yo no. Yo nunca sentí ese desprendimiento. Y juro por todos los dioses que deseé poder sentirlo, ser como ellos, pues sostener mi alma era mucho más doloroso y terrorífico. El miedo nunca me abandonó como a ellos. Aprendí a luchar, pero cuando el día de nuestra primera batalla llegó, nos arrojaron al infierno. A mi al rededor había una marea de ansia desmesurada, pero yo me cagué y me meé encima.
Una colina en cada extremo tenía a cada bando, y en el centro se unían en el valle donde se cocería toda nuestra sangre como en una sartén. Sentí los fuegos del infierno más lejano allí, pero no estaban tan lejos, si no justo bajo nuestros pies. No brillaba la luz aquel día, si no más bien un enrarecido aire que bajaba del cielo gris, más gris cada vez, más oscuro en oriente. Aquel cielo se reflejaba en nuestras armaduras y el acero negro nos hacía parecer líquido. Espeso, cruel, como tierra quemada.
Había tambores. No son tambores. No son... son... un paso, otro paso. Cada vez más cerca. Son monstruosos y gigantes y están a nuestra retaguardia, porque son nuestros aliados. No puedo abarcar un dedo del pie de uno de aquellos seres con mis brazos. Sus garrotes golpean, despedazan y arrojan por los aires hasta hacerlos desaparecer a treinta hombres de un golpe. Caminan sobre nosotros y a nadie parece importarle.
Vomité dentro del casco por el olor que desprendían. Me levanté la visera y sólo vi oscuridad hacia mis pies. Hacia delante, acero negro y, hacia arriba, a todos los dioses dándome la espalda. Comprendí en ese mismo momento por qué nos llamaban el ejército de las sombras; nos envolvían y dejaban una estela tras nosotros.»
En aquella celda en constante penumbra había
conseguido rememorar con facilidad el oscuro día muchas veces.
— Aquel día no pudieron detenerme ni
el dolor ni el fuego. La batalla empezó antes de que me diera cuenta
y los gigantes nos adelantaron en el campo. Un paso de esos monstruos
rozó mi casco y la bota se hundió en la tierra con otros como yo
bajo la suela. Me arranqué el casco y lo arrojé lejos de mi. Luego
eché a correr en dirección contraria.
Hería su propio orgullo recordarlo,
pero había sido el principal motivo por el que desde entonces las desgracias se habían sucedido unas a otras. Los dioses jamás parecieron
volver a favorecerle de modo alguno.
«Corrí a través del bosque tan
rápido como a mis piernas les fue posible, y caí. Caí a lo largo
de mi camino varias veces, y no me detuve hasta que dejé de oír los
gritos de la batalla. Abandoné mis armas, mi escudo. Me fui deshaciendo de mi armadura. Cuando sentí que el ruido se convertía en
truenos, mis músculos se paralizaron y quedé tendido en el lecho
mucho tiempo. Si las leyes de los dioses hubieran sido justas, me
habría quedado en aquel lecho. Pero no querían justicia para mí.
¿Por qué?»
Sus ojos se vuelven suplicantes hacia
el hombre de la máscara. Cree que está allí sentado, pero no le
ve. Su mirada está perdida en otra parte, en otro tiempo. El
interrogador empieza a creer que puede ver las llamas en aquellos
ojos, reflejadas desde el recuerdo.
— ¿Qué hiciste?
Su atención regresa a la celda. Las
piedras que le cobijan vuelven a estar heladas.
— Me refugié en el bosque, pues no
tenía a dónde ir. Pensé en volver al único lugar que había
aprendido a conocer. Mis pasos, en cambio, me conducían al otro
lado. No quería volver. No quiero volver.
«Pero la bruja me encontró. Me
encontró. Apareció encaramada a la copa de un árbol sobre mi
cabeza, la oí chillar y cayó. Los dos nos dimos contra el suelo y
sentí el mordisco más cruel, más frío. Para cuando me di cuenta,
era tarde. Trepaba por mis piernas clavándome las uñas y sostenía
un puñal hundido en uno de mis muslos. La herida... Se infectó, con
la saliva de los demonios que me persiguen, con la sangre que nunca
se derrama y se pudre. Se pudre, está podrida.»
La pierna herida ha tomado un aspecto horrible últimamente, pero por costumbre ya no lo huele. No aquellos
que lo visitan de vez en cuando. El servicio que limpia su celda sí
lo huele. Los hombres que ahora le acompañan lo huelen, y tratan de
no marearse tomando el aire fresco que entra por la ranura. Ellos ya
han visto su pierna. Una herida antigua de cuchillo hace que la carne
se le hunda negra sobre el muslo izquierdo. A veces supura. La
enfermedad se ha extendido casi hasta el tobillo, y ha comenzado a
trepar por el vientre. La carne se le oscurece, pierde el tono vivo y
se vuelve cetrina. El hueso de la rodilla se lee con facilidad a
través de una piel finísima, casi transparente.
Se ha dado cuenta de que, con aquel
aspecto, debe oler mal y se avergüenza. Intenta esconderlo y echa de menos su ropa. Antes se sentía aliviado de no notar
las pulgas y los piojos recorriéndole el cuerpo. Ahora se siente
desnudo y vulnerable.
El interrogador desea volver a formular
su pregunta pero él no le ve. Está viendo lo que hay más allá del
campo de batalla, lo que sus ojos han alcanzado más allá de donde
estallan todas las tormentas. Hay luz y calor de un hogar. Hay voces
alegres. Un verano que ilumina la tierra día y noche.
— Seguí huyendo, persiguiendo la luz
de un día claro. Pero siempre que miro al cielo hay nubes negras.
Su mirada se eleva hacia el alto techo.
Este desaparece detrás de una bruma en el realidad está sobre sus
pupilas. Intenta alargar una mano para borrarla, pero sólo consigue
un recuerdo confuso.
— Mi madre lo hizo. Supo lo que
ocurriría conmigo y quiso protegerme. Me cubrió con sus bendiciones
y las de sus ancestros. He conservado mi alma todos estos años, y no
ha servido más que para darme tormento —se sujeta el estómago con
ambas manos, el gesto de su rostro se retuerce y las lágrimas
escuecen cuando son arrancadas por primera vez. Las copas frondosas
se mecían en su mente, la brisa arrastraba calma y promesas propias
de un sueño infantil.
«La hechicera que vive en el árbol
me cortó el pelo. Fue amable. Ella me dijo que tomase la corona. No
la quería para mí, sólo la gema central. La gema es un guerrero.
La gema es un guerrero para mi, me lo prometió. Me fueron prometidos muchos así.
Me dijo que buscase todas aquellas
cosas, que eso me salvaría. Tendría que viajar mucho, esconderme y
robar. Y robé, viajé y viví escondido tanto como pude, pero mi
sangre ya casi no es roja. ¿Veis? No es roja.»
Las venas de su brazo se marcan bajo la
piel tirante. Sus venas son normales, pero él ve surcos negros,
hundidos
— Me maldijeron con aquel cuchillo,
lo vi en los ojos de la bruja. Cuando se ríe ahora, resuena dentro
de mi cabeza. Cuando su dios se colma con la ira de sus fieles, lo
noto dentro de mi cuerpo. Estira mis entrañas, me las retuerce hasta
que me hace sentir a las puertas de una muerte que no llega.
El hombre se levanta y se reúne con
los demás. Es lo mismo de cada vez, pero poco a poco, el reo parece
perder la cordura. Le vieron entrar en aquella celda siendo un
gigante temido. Ahora les observa desde un rincón, encogido y
temeroso.
Se siente débil, y de pronto no
comprende por qué. Los cuatro están ahí de pie, hablando de él.
Le miran de reojo y se cubren la boca para hablar.
Tiene un atisbo de lucidez.
Si quisiera, podría levantarse para ponerse frente a ellos.
Los cuatro hombres regresan de su
rincón, el hombre de la máscara se vuelve a sentar. Le mira. Si
quisiera, podría saltar y arrancarle el cuello a dentelladas. Una
sonrisa fugaz cruza su castigado rostro al recordar el momento de su
pasado en el que hizo algo parecido. Si encontrase las fuerzas
perdidas, podría levantarse, matar a los cuatro con facilidad y
salir. La puerta seguía abierta.
La luz titilante le quitó el poco
valor que había conseguido reunir en tan poco tiempo. Habían
conseguido que incluso una leve llama indecisa le atemorizase.
— Cuéntanos qué hiciste.
— Nací... al sur. Más allá de los
Campos Grises.
El hombre toma aire y aprieta los
labios, va a interrumpirle pero su reo tiene visiones.
— Sobre el pasto más verde que he
visto en mis múltiples viajes. Allí el viento trae el verano, mi
madre nos teje ropa y mi padre cocina. Las liebres huyen cuando
entramos en el bosque.
«No, no, no. No hay liebres ya.
Quemaron la tierra, sólo quedan los bichos que se comen a los
muertos que siguen bajo tierra. Forzaron a mi gente, forzaron a los
niños. Atravieso una tormenta negra desde aquel día. Creo que...
si, creo que estoy muerto y he vuelto a casa. Estoy en casa.»
Sus manos tocan el suelo y se deslizan
sobre él. Las piedras negras parecen las que cimentaban su hogar.
— Aquí estaba mi cama. Por ahí —se
gira y mira hacia la abertura del muro —. Por ahí está occidente,
el viento trae la brisa del mar. Sí, sí, debo de estar en casa. Se
ha quemado todo pero estoy en casa. He matado a muchas personas. Robé
la corona, robé en los templos y en posadas. Robé a religiosos y a rufianes. Una vez quise robar en una ciudad
construida sobre un cañón pero me cogieron. El gobernador me cortó
la cabeza.
«¿Sabéis qué ocurre cuando te
cortan la cabeza? Tu cuerpo se divide, y sientes dos cosas al mismo
tiempo. Sentí el frío al volar por los aires, sentí el calor de la
sangre hirviendo. Sentí los ojos del demonio al que han prometido mi
alma, y sus dientes. Su sonrisa es aquel cuchillo, ahora lo entiendo.
Cuando la cabeza vuelve a su lugar, sientes como si te arrancasen la
espina dorsal de una pieza, y luego aquel dolor ácido. Sigo
teniéndolo en mis entrañas. Sí, si, estoy muerto. Mi casa. En el
Infierno mi casa está quemada.»
Sigue hablando, pero sus palabras ya
carecen de sentido y significado para los cuatro hombres, que ya
están cansados y necesitan liberar celdas. Aunque no lo demuestra,
el hombre de la máscara ha comenzado a sentir lástima por aquel
pobre desgraciado al que ha visto caer en la locura.
— Esta noche firmaré la orden de
ejecución, y mañana al amanecer serás conducido al cadalso.
Su sentencia casi suena a redención.
Producto o no de la locura, puede atrapar dulzura en aquellas
palabras, una amabilidad indescriptible. Sus ojos se empañan y
sonríe levemente. Mira a sus carceleros con lástima y estira con
debilidad una mano. El hombre sentado duda, pero termina ofreciendo
la suya.
La toma y en seguida el calor humano le
inunda y le hace suspirar. Usa sus dos manos para atesorarla, la
aprieta y acaricia el dorso como si tuviese entre los dedos un tesoro
de incalculable valor. Luego le mira a los ojos. El hombre de máscara
por cara lee en su gesto una pena infinita. Hay dolor en aquella
mirada, dolor por ellos.
— No puedes —le dice, con la
paciencia que solo una amorosa madre puede tener con un hijo
conflictivo. Se compadece de él, como la madre que ha visto el
oscuro destino de un hijo ciego a las virtudes. Se lamenta por las
mentiras de las que se han convencido, porque de ellas sólo lograrán
confusión e ira.
«Vosotros nunca podréis matarme.»
-Alba
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