La Montaña Helada

La montaña proporcionaba un abrazo gélido y mordiente. El viento norteño había hundido sus garras en la carne y la presa se endurecía con cada paso.
El páramo helado le había cortado las mejillas, incrustándose bajo la piel, y se negaba a soltarle pese a que le gritaba que se marchara.
Sobre la nieve, casi oculto, un esqueleto se había retorcido bajo las tormentas de La Ira. Bajo sus costillas latía el Corazón de Ytricca: una piedra casi tan pequeña como una joya, verde y fulgurante como un rayo de esperanza en medio de un infierno glacial.

El viajero había conseguido llegar a su destino en el momento en el que había perdido toda esperanza.
Cuando se creyó el único ser vivo de aquel lugar y sus pasos le conducían a lo que sabía sería su tumba, comenzó a caminar sin rumbo, a la espera de caer fulminado. Fue entonces cuando encontró lo que había venido a buscar.

Permaneció en pie frente a los silenciosos restos, seducido por el brillo de la piedra. Sacó un brazo de bajo los harapos y de pronto fue consciente de lo aterido que estaba su cuerpo; tres de sus dedos estaban congelados y el dolor se había comenzado a extender hasta alcanzarle el pecho. Pero sus ojos no podían apartarse de aquel verde tan vivo. Metió la mano entre los huesos y la rozó. Su dueño despertó.

— ¡No la toquessss! —en torno a él, el viento siseó con una voz lastimera.

Tomó la piedra, pero su antebrazo quedó atrapado por una fuerza invisible. Entonces pudo notar una mano incorpórea, con el tacto más gélido imaginable, sujetándole para impedir que se marchara. La piedra se pegó al fondo.

— Laaa luuuz... blancaa... meeee perteneeceee...

El viento se arremolinó para convertirse en un fino granizo cortante. La mano invisible hundió los dedos y el toque resultó abrasador. Con un alarido de dolor, el viajero reunió todas las fuerzas que le quedaban y dio un tirón que produjo el mismo sonido de la carne desgarrándose.
Cayó hacia atrás y la voz del viento se transformó en un chillido que se elevó hasta la cumbre y sacudió el cielo.
Después la tormenta amainó y ya solo caía una nieve menuda.

Frente a él, en el lugar que había ocupado el esqueleto, había un cuerpo inerte de aspecto mucho más reciente. Las cuencas estaban también vacías, pero el cráneo tenía cabello y seguía recubierto por un pellejo gris retorcido en una mueca. Sus costillas no estaban desnudas, si no que las cubría su cuero reseco. A la altura del estómago quedaba al descubierto un agujero por el que cabía un puño. Un brazo rígido y congelado se alargaba como una garra en dirección al ladrón.

Al comprobarse la mano vio que solo le quedaban dos dedos en forma de pinza sujetando el latido encerrado en fino cristal. Como si descendiera lentamente en un sopor, dejó de sentir dolor y frío, su carne se volvió más blanda, sus mejillas se tiñeron y al su alrededor se prendió una llama de vida que lo aislaba de la terrible montaña.
El alivio se volvió tan inmenso que olvidó las advertencias de antes de emprender aquel viaje; embebido por aquel fulgor, permaneció sentado estudiando sus aristas y las formas nítidas que, como una ensoñación, dibujaban personas y escenas dentro de la pequeña piedra.

La Ira se cernió sobre él, descargó sus peores tormentas al rededor de su cuerpo y los años se sucedieron sin que jamás volviera a ponerse en pie.


-Alba

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