El descenso

Se asomó una vez más a la entrada de la cueva y respiró el aire húmedo que manaban del interior. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Dando media vuelta sobre sus talones, resopló angustiado por la incertidumbre.
El pequeño campamento no estaba lejos.
Su compañero, al oír los crujidos de sus pisadas, elevó la vista por encima de la fogata y se apretó las manos.

— ¿Sigues pensándotelo? —le preguntó siguiéndole con la mirada mientras tomaba asiento.

Al sentarse, gruñó doliéndose. Arrugó la nariz mientras estiraba la espalda y fijó la vista en la lumbre.

— No. Solo trato de convencerme —respondió frotándose las manos y acercándolas luego a las llamas —. Qué maldito frío hace.

— ¿Cómo crees que será? —su compañero abrió mucho los ojos y los fijó también en fuego que bailaba.

El son era el del viento gélido soplando a rachas a ras de suelo.
Los árboles parecían desnudos, pues se alzaban rectos y lisos hasta una masa espesa de niebla que ocultaba las copas.

— Desde la entrada solo ves negrura —contestó arrugando la frente —. Podría haber agua ahí abajo, el aire está empapado.

Su voz era ronca, cansada del temor que no le había soltado. Volvió a frotarse las manos y enderezó la espalda mirándole con determinación.

— Mutt, dame la pócima.

Su compañero frunció el ceño.

— No es una pócima, Hardil. Es veneno, de cincuenta plantas distintas y a saber qué asquerosidades más. Había sangre en esa mesa. Y aquella porquería azul apestaba.

Hardil estiró el brazo hacia su compañero y le apremió con un gesto a darle el frasco. Al ver que Mutt se resistía, le miró con severidad.

— ¿Has olvidado tu fe o jamás la has tenido? Tuviste a La Dama frente a tus ojos.

— No se si era La Dama, los brujos son engañosos y están completamente locos. Como ella.

Mutt pegó un brinco sobresaltado al ver como Hardil giraba el brazo dispuesto a abofetearle.

No lo hizo, le señaló con el dedo.

— Tu falta de fe podría matarte, por eso conviene que te quedes aquí. No tendrás nada que perder, salvo un día. Y creo que puedes dedicarme un día de tu vida.

Mutt agachó la cabeza y sacó de su zurrón un frasquito alargado y azul.

— Mutt. Si lo que temes es no ser capaz de mantenerte despierto, el mejor momento para decirlo es ahora.

El muchacho levantó la mirada y tomó aire profundamente.

— No, no, Hardil. Estaré despierto —depositó el frasco en su mano mirándole a los ojos —. Tu fe será la mía. Es una promesa.

Hardil, veinticinco años más viejo, le miró orgulloso. Tenía la voz del propósito. Fue todo lo que necesitó para terminar de convencerse.
Se puso en pie, tomó una antorcha para prenderla en la fogata y caminaron juntos hasta la entrada de la cueva.

La ceremonia requería poco.
Cavaron un hoyo a medida para Hardil, de no más de un palmo de profundidad. El hombre se tumbó dentro y pidió a Mutt que rellenase algunos huecos para que le quedase justo. Cuando sintió por completo el abrazo de la tierra, se sentó y abrió el frasco con cuidado.
Miró a su joven compañero, que apretaba los labios e intentaba transmitirle valentía. Hardil contaba con una fe inquebrantable, pero era incapaz de decirle que no tenía miedo. No podía sonreírle. Observó el frasco un instante, recordó el rostro de La Dama y bebió sin pensar.
Cuando hubo tragado su cara se desfiguró del asco. Cayó de espaldas al instante siguiente.

Mutt le puso las manos sobre el pecho para comprobar que aún le latía el corazón. Tenía los ojos abiertos y parecía delirar. Un gorgoteo salía de su garganta y la tierra comenzó a vibrar bajo ellos.
La zanja empezó a tragárselo. Su cuerpo se cubrió de lodo, raíces y musgo podrido. Mutt dio un salto para alejarse al notar que la tierra bajo ellos empezaba a hundirse. Cuando se giró a ver, todo parecía normal, pero no quedaba rastro de su amigo.

Le llamó, pero el bosque había quedado en sepulcral silencio. Su propia voz se estapaba contra el muro de árboles, apagándose. Chilló su nombre lanzándose al lugar donde la tierra lo había tragado y comenzó a excavar con las manos. Dio con algo blando, apartó la tierra y encontró su rostro pálido. Ahora sí parecía dormir. Su corazón no latía, y tampoco respiraba. Sus oídos, sus ojos y su boca estaban cubiertos y taponados con una sustancia negruzca y espesa. Al rededor de su cuerpo las raíces le mantenían envuelto y sujeto al mundo.

Mutt, que había estado conteniendo la respiración, se sentó arrodillado a su lado y dejó escapar el aire en un sollozo.

— No llores, hombre —le dijo Hardil, aún tumbado, observando las estrellas por encima de ellos a través de los jirones de niebla —. Es curioso, siento el cuerpo líquido por dentro —apretó y soltó varias veces los puños —, como si fuera una odre de vino.

Mutt fue incapaz de evitar un llanto tímido y tembloroso. El viejo chasqueó la lengua y se incorporó un poco.

— Vamos, no hay para tanto —le dijo echándole una mano al hombro.

Sus dedos no tocaron más que aire.

Aquel aire, donde debía estar el cuerpo de su amigo, ardía.
Apartó la mano de inmediato y dejó de sentir la quemadura. Abriendo de par en par los ojos, se puso en pie y dio media vuelta. Allí abajo estaba él, con un aspecto horrible que le pareció el de un cadáver tumefacto. Llevándose una mano al pecho, se apartó de ambos, observándoles aterido por el miedo. No cabía duda de que había funcionado.

Su corazón saltaba, feroz, acosado por la excitación de la temeridad y el terror. Buscó la cueva con la mirada, pero no encontró la entrada ancha y redondeada. En lugar del talud alto y rocoso cubierto de árboles, una tosca losa gigante de obsidiana se alzaba frente a él. Su superficie desprendía un sutil canto, una voz que podía sentir en la carne. Creyó poder sentirla en la punta de cada cabello, atravesándole desde el cráneo hasta la planta de sus pies, un mordisco dentro de su estómago que le hacía encoger.

La entrada de la cueva le fue revelada de nuevo. La losa se resquebrajó por la mitad, de abajo a arriba, y a unos cuatro pies de altura, abierto desde dentro por un millar de raíces que se abrían camino, un hueco comenzó a agrandarse. Las raíces cubrieron las dos mitades de la losa. Luego, gruesos nudos crearon para él un túnel por el que poder deslizarse. Crecieron hasta tocar la tierra y se detuvieron a poca distancia de sus pies.

Quiso avisar a Mutt, pedirle que contemplase aquello, pero no podía verle y con seguridad aquella extraordinaria rareza tampoco. Le contempló un instante, todavía arrodillado a su lado sin apartar la vista de su cuerpo.

Akj-leish —susurró acercándose al túnel dispuesto a explorarlo.

Era un hueco estrecho, pero lo suficientemente alto como para avanzar con manos y rodillas.

— Rabaldgar, puertas del inframundo —murmuró haciendo acopio de su determinación y metiendo los brazos para impulsarse dentro —, columnas de todos los mundo, vientre de todos los monstruos. Cruzo tu umbral con un propósito humilde —su cabeza tocó la parte superior del túnel. Siguió avanzando y orando al mismo tiempo —, pero has de saber, igual que sabes leer mi corazón, que no me quedaré en este reino y lo abandonaré antes de que la primera luz del alba despunte.

El hueco era ya demasiado estrecho, y Hardil tuvo que arrastrarse. Las raíces empezaban a apretarle el cuerpo. No obstante, no tuvo que hacer un esfuerzo mayor; bajo su pecho notó formarse una pendiende que descendía. Oprimido, se fue escurriendo y cerró los ojos, continuando su oración para sus adentros.

—Mi Señora. Te confío cuanto tengo, y consagraré el resto de mi vida al propósito que tú consideres, si considerases que debiera tener una vida después. Todo lo que pido es tu protección para no desvanecerme en el infierno antes de tiempo.

La pendiente se acentuó de forma bruca. Ya no se arrastraba al interior de la tierra, si no que era absorbido. El agujero pasó de tener el diámetro de un cuerpo humano, al de un muslo, y Hardil seguía escurriéndose por él. Para cuando su cuerpo consiguió colarse por un orificio del tamaño de un pulgar, las raíces que formaban el túnel habían aplastado su cuerpo por completo, abriéndole la piel y dejando que su interior se derramase en forma de espesa sangre morada.

Fuera, al abrigo del negro cielo, Mutt se levantó de un salto al oir ruido y desenvainó una daga de hierro apuntando con ella a la entrada de la cueva. Fue entonces cuando recordó las palabras de la bruja. Bajó el arma y prestó atención.

«El inframundo no puede desprenderse de las almas que se redimen, pero ahora no hay monstruos que custodien la entrada. A Rabaldgar entrará un vivo, y a cambio un muerto saldrá. Cuando veas a un extraño salir de las entrañas de la tierra, sabrás que tu amigo habrá caído en ellas.»

Mutt observó como un anciano de piel cetrina, flaco y desnudo, abandonaba las sombras de la entrada y dejaba que la luz de la noche lo empapase. El viejo miró a su alrededor atónito, a los árboles, la roca que tocaba con su mano, la tierra que sus pies rozaban. Miró a Mutt un instante, pero el chico no le interesó. Girando sobre sí mismo, miró hacia la cueva, luego al cielo y se alejó. Caminó tambaleante y en silencio hasta internarse en la espesura del bosque y desaparecer.

El chico se sentó dejándose caer. Asintió con la cabeza y tocó con una mano las raíces que protegían el pecho de Hardil.

— Ha funcionado, amigo—le dijo a su cuerpo mientras buscaba en el zurrón otro frasco. Este era mucho más pequeño, chato, y su contenido era un agua cristalina que brillaba al agitarse. Guardó el pequeño bote entre las manos y su expresión se endureció —. No temas nada, no me dormiré.


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